¿Cuántas guerras más habrán de
sucederse?
¿Cuánto odio, cuánto miserable
rencor?
¿Cuántas vidas más tendrían que
perderse
en batallas estúpidas y sin razón
hasta el día en que el hombre por fin
comprenda
que no debe ser más para el hombre un
lobo,
y arrancándose de los ojos la venda
destierre la ignorancia y el ciego odio
y deje de destruir, robar, saquear,
matar impunemente a su fiero antojo?
El aire apenas se puede ya ni respirar,
nos asfixian nuestros propios despojos,
la podredumbre nos inunda por doquier,
el mundo es cada vez menos habitable,
y mientras tanto, el hombre, ebrio de
poder,
con el cetro en una mano, en la otra el
sable,
se vanagloria de sí mismo en su trono,
se cree el mismo centro del universo,
y pensando que es él todopoderoso
convierte el poder en su único credo.
Con el brillo en sus ojos del oro
inmundo
no ve más allá de su propia riqueza,
ni desea ver la verdad de este mundo
ni de su propio corazón la vileza.
Tan sólo piensa en satisfacer su
ambición
aunque muchas cabezas halla de pisar,
pues lo único que vale es subir
posición
y en el camino destruir a su rival.
Poco importa si ese trono se levanta
sobre la injusticia, la miseria, el
hambre
de pan, justicia y libertad de las
masas,
sobre todo aquello que muy pocos saben,
la verdad oculta, la verdad velada,
la verdad que si el pueblo la conociera
lloraría de frustración y de rabia
al pensar que tan sólo unos fueran
los que han movido siempre los hilos
del poder, de los que el pueblo nada
sabe.
Con ellos, han manejado los destinos
de las personas de un modo miserable
para que a muerte se aborrezcan entre
ellas,
y éstas, buscando en su ignorancia un
culpable,
han convertido en su religión la
guerra,
sin ver que no es aquel que tienen
delante
su enemigo, sino otra marioneta más.
Pero aunque alguien conociera esta gran
verdad
no podría romper el muro de maldad
que encierra la capacidad de razonar,
pues la venda en los ojos impide saber
quien es en verdad el único enemigo,
aquel que, entre sombras, jamás se
deja ver
y desde las sombras maneja los hilos.
Así que aunque su voz alguien pudiera
alzar
nadie se molestaría en escucharlo,
y su mensaje el tirano haría callar
apretando más el puño hasta
asfixiarlo.
Entonces el pueblo, viendo por los ojos
de su amo, actúa de un modo
irracional.
Pensando que tal es el método propio,
entra en el próspero negocio de matar,
y resulta tristemente divertido
ver avanzar patéticos batallones
de marionetas en guerras sin sentido,
orgullosas de banderas y pendones,
rezando su credo de honor y de gloria
y dispuestas a matar al enemigo
por su amo, o morir de manera honrosa,
pues piensan que tal es su único
destino,
ya que el vulgo tiene muy asumido
que tan sólo la violencia es la
solución
a cualquier problema que le halla
surgido,
haciendo así una guerra por cualquier
razón.
Únicamente saben hacer entonces
escupir al mundo todo su odio y rabia,
y en son de guerra haciendo sonar los
bronces
alzarse las masas y agarrar las armas.
Por todas partes sangre la tierra
inunda,
ruedan cabezas, y son sustituidas
por otras en las que el odio igual
abunda.
El odio permanece, y la rueda gira.
Así, es como el pueblo siempre está
debajo,
y siempre hay una cabeza que dirige,
y ordena, y reprime desde lo más alto
pues el odio y la sangre son quien la
erigen.
Reinan así por doquier muerte y
destrucción,
pues en lucha eterna contra la
injusticia
el odio es del pueblo su eterna
maldición
ya que a sí mismo dirige su diatriba
al estar ciegos ojos, mente y corazón;
ciegos por un odio que a su amo
interesa,
pues mientras esté así nublada su
razón
no verá a quién debe en verdad su
miseria.
Así pues, para que el pueblo sea en
verdad libre
no basta con que en armas y dispuesto a
la guerra
se levante con ánimo violento e
irascible,
alimentando con más tierra la Madre
Tierra.
Así pues, para que sea realmente
libre,
el pueblo debe primero arrancarse la
venda
de los ojos, la que claramente ver le
impide,
y mirando a la luz por fin la verdad
comprenda.
Para que al fin la violencia sea
desterrada
debe destruir de su corazón las
cadenas,
pudiendo alcanzar así la libertad
anhelada
y la guerra ya no sea siempre su
condena.
Si el hombre de su corazón pronto
derrocase
al usurpador, su amo, ese cruel tirano
que le impone su trono despiadado y
salvaje,
y libre, ya sin coacción, alzando las
manos,
se percatase al fin de que a nadie
necesita
que le muestre aquello que siempre ha
llevado dentro,
si viese que la nobleza no la otorga un
cetro,
ni que el trono de honestidad es
garantía,
al fin vería que su vida puede
pertenecer
a sí mismo, que nadie puede jamás
pretender
manejarlo a su antojo y obligarlo a
obedecer,
y aquí no estaría tan fácil
dispuesto a ceder.
El mundo al fin pertenecería al ser
humano,
no a esa marioneta en manos del poder
que ahora es,
y de hecho el poder en sí dejaría por
fin de ser poder
al no tener con quien jugar en sus
crueles manos.
La humanidad ya no sería potencialidad
sino una realidad en esencia y
existencia,
que halla su más alta forma de
cotidiana ciencia
en la búsqueda implacable de la
libertad.