domingo, 5 de junio de 2016

LOS CUERVOS

Aquí les presento un pequeño homenaje al que para mí fue el maestro de maestros de los relatos cortos de terror. No diré su nombre porque es demasiado evidente, tanto por el estilo narrativo en sí, como por las referencias usadas: ciudad, mes, año, personajes...

Lo he escrito con el mayor de los respetos, aunque no deja de ser un humilde pero sentido intento de plasmar en letras mi admiración por dicho escritor. Espero sincemente no haber profanado su nombre. Si así fuera, que los perros se coman a este imbécil patán, que sus restos descarnados no descansen en sagrada sepultura, que su alma jamás encuentre reposo ni descanso...




Corría el mes de octubre del año 1849. Aunque había viajado mucho por todo el país, en esa época vivía yo en la ciudad de Baltimore. Llevaba una vida despreocupada, que se sustentaba, sobre todo, en las muchas rentas que mi familia cobraba, y de las que mis padres me hacían partícipe, y también por la privilegiada posición social que la misma mantenía, que me abría muchas puertas aún sin tener que pagar por ello. De hecho, mi apellido provocaba no pocas genuflexiones allá por donde se escuchaba. Mis únicas preocupaciones eran: convencer a mis padres de que no estaban dilapidando tontamente su fortuna al costearme las mejores universidades, cosa que, por otro lado, sí hacían, pues no me tomaba yo nada bien eso de la disciplina académica, y vivir lo mejor posible, con la diversión hedonista como única meta en mi vida, y con las fiestas, el lujo, los deseos satisfechos en el mismo momento de su generación, hasta el punto de que cualquier mínimo capricho era para mí una pulsión incontenible, y, por supuesto, las conquistas amorosas como herramientas para alcanzar dicha meta.

Un día iba camino de una de tales fiestas, acompañado por mi buen amigo Edgar Allan. De hecho, ni sé por qué lo mento de tal manera, “buen amigo”, pues más bien diríase que su compañía me resultaba enojosa las más de las veces. Era el tal Edgar Allan un buen muchacho y un buen estudiante, siempre presto a aconsejar a los demás y a ayudarlos en lo que buenamente pudiera. Y, precisamente, eso era lo que más me conducía a detestarlo. Despreciaba yo muy particularmente su pretendida santurronería, hasta el punto de que eran no pocas las ocasiones en que aprovechaba para pincharle en público, y ridiculizarlo a tal extremo que el pobre muchacho simplemente escondía la cabeza, cual avestruz, y no volvía a abrir la boca durante el resto de la velada. ¿Y por qué seguía en su compañía pues, podríais recriminarme? Pues lo cierto es que ni yo mismo jamás sería capaz de responder semejante cuestión. Quizá lo llevaba al lado como algunas princesas de Oriente llevan un mono al hombro, para que su belleza resalte más aún, por contraste con la peluda fealdad del animal. O quizá buscaba de su compañía por alguna otra razón que ni yo mismo alcanzaba a entender. Qué más daba eso. Nunca he sido de ese tipo de personas que se plantean demasiado profundamente las cosas.

Pues bien, camino íbamos ambos de una de esas fiestas, retomando el asunto, y hablando sobre nuestros menesteres, cuando nos tropezamos con una anciana mendiga sentada en el suelo que nos pidió limosna. Edgar Allan no dudó ni un momento, y puso unas monedas en el regazo de la harapienta, mientras yo le miraba la cara, completamente ajada, y cuyos ojos no eran más que dos cavernosas cavidades sin vida. Y, no obstante, hubiera podido jurar que, desde el fondo de tales monstruosos agujeros, algo parecido a la vista taladraba, no mi cuerpo, sino mi alma. Sí, juro que la vieja ciega me estaba mirando, aunque ello pudiera parecer una locura, producto de una alucinación. Y eso me inquietaba en extremo, pues no dado como era yo a sentir ninguna inquietud, y sin que hubiera nada que turbara mi ánimo por ningún motivo, la sensación producida me pareció desasosegante.

- Y tú, guapo joven, ¿no le vas a dar nada a esta pobre vieja? - díjome con una voz que parecía tan antigua como si hubiera salido de las mismísimas entrañas de la tierra.

Y, a pesar de ello, en un momento de lucidez recuperé cordura y dominio sobre mí mismo, sonreíle con sarcasmo cual era mi costumbre, y, escupiéndole en el regazo, le dije: - Ahí tienes, vieja, mi saliva vale millones, pues proviene de rancio abolengo -.

Evidentemente, Edgar Allan me miró de manera reprobadora, y durante el resto del camino no paró de echarme discursos pletóricos de moralidad sobre lo reprochable que había sido mi comportamiento con la vieja andrajosa, hasta el punto que llegó a fastidiarme tanto con tanto pretendido aleccionamiento que, finalmente, ya a las puertas de la fiesta, le agarré con violencia por el cuello, delante de todos los asistentes a la misma que iban llegando, y le grité, acercando muchísimo su rostro al mío: - ¡NO ERES MI MALDITO PADRE, NI MI MALDITA MADRE, NI NINGUNO DE MIS MALDITOS PROFESORES, ASÍ QUE DÉJAME EN PAZ! -, tras lo cual lo empujé con fuerza, haciéndolo caer de espaldas al suelo. El pobre diablo sólo pudo mirarme con rostro lastimero, tal cual lo hubiera hecho un perro apaleado. Se levantó intentando no perder la poca dignidad que le colgaba hecha jirones, lo cual me pareció tan patético que casi tuve que contener una carcajada, y, con la cabeza gacha y sin mediar palabra, se marchó.

- Bien – Dije para mis adentros – Si se hubiera quedado hubiese terminado estropeándome la diversión -.

Pero, en dicha fiesta, diversión fue lo que menos encontré. Resulto ser tan sólo una más, como todas las demás fiestas, sin nada que la hiciera mínimamente diferente de los cientos de otras fiestas a los que había acudido en los últimos meses. De hecho, me estaba resultando tan mortalmente aburrida que decidí que no tenía ningún motivo para seguir sufriéndola. Y me marché.

Durante el camino de vuelta, volví a pasar por la misma calle donde estaba la asquerosa vieja que nos encontramos a la venida. Y allí estaba ella, sentada en el mismo lugar, otra vez mirándome desde su ceguera, como si no hubiera despegado su pegajosa vista ciega de mí en toda la noche. La calle estaba completamente solitaria. Y, entre la discusión con Edgar Allan, y el poco solaz que encontré después durante la velada que se supone que hubiera debido entretenerme, no tardé en llegar a la conclusión de que, quizá, apalear a esta vieja hasta la muerte me haría sentir algo mejor. ¿Por qué no? Sería una experiencia nueva para mí, algo que jamás había hecho antes, y que quizá me ayudara a deshacerme de esa sensación de aburrimiento que aún me perseguía, como un mal olor que se nos pega a la ropa y a las fosas nasales. Y ante mí tenía a la candidata perfecta. Al fin y al cabo, ¿qué importaba? Sólo era un despojo humano que ensuciaba las calles de mi ciudad. No sólo nadie la echaría de menos, sino que, más bien al contrario, todo el mundo que pasara por aquí se alegraría de no tener que tropezarse con algo tan horrendo que empañara el transcurrir de su día. Así que, si lo pensaba bien y con frialdad, y esto es algo con lo que incluso el pobre Edgar Allan se vería obligado a estar de acuerdo, quitando esta basura de este lugar estaba llevando a cabo un servicio a la comunidad. Así que hacia ella encaminé decidido mis pasos, y, cuando ya la tenía muy cerca, me quité el sombrero y lo dejé en el suelo junto con mi capa, y agarré mi bastón de caoba por uno de sus extremos.

- Así que has vuelto, guapo joven. Aún tengo en mi regazo la limosna que me diste antes. - díjome la vieja con sorna. -.

Y esa voz, grave y terrosa, tan antigua como el propio mundo, me produjo tal repugnancia que tan sólo dio fuerzas a mi homicida empeño. Sin mediar palabra, me acerqué a ella hasta que estuve tan cerca que, de haberlo querido, hubiera podido tocar mis botas con sus arrugadas y asquerosas manos, y, a esa distancia, la miré desde arriba. Ella, a su vez, levantó su cabeza, haciendo sonar todas y cada una de las vertebras de su cuello deshecho, y, una vez más, clavó en mí una mirada que no existía desde unos ojos que no estaban allí. Era imposible, pero la anciana ciega... ¡me estaba mirando! Un escalofrío me recorrió la espalda. No por miedo, pues dadas las inclinaciones de mi carácter, resultábame harto imposible creer en nada sobrenatural. De hecho, ni sabría decir qué me producía tal espanto, ni por qué. Haciendo acopio de todas las fuerzas que en mi corazón palpitaban, levanté el bastón por encima de mi cabeza, con la asesina intención de descargarlo con brutalidad sobre la vieja bruja. Pero ella seguía con su no-vista clavada en mí. Y cual no sería mi terror cuando comprobé que, de sus cuencas vacías, de repente, salieron sendas bolas, de textura parecida al plumaje, brillantes y negras como la noche o el infierno. Y cada una de ellas, para mi espanto, comenzó a deslizarse hacia abajo por su cara, como horripilantes caricaturas de negras lágrimas, al tiempo que crecían y crecían hasta convertirse en dos enormes pajarracos, dos cuervos de terrorífico aspecto, que quedaron ambos posados sobre ella, cada uno sobre uno de sus hombros, mientras ella continuaba mirándome desde su vacío, con una mueca inerte en la cara. Tan horrenda visión me dejó completamente paralizado. No pude, por más que lo intenté, mover ni un músculo del cuerpo. Por más que mi mente le ordenaba a mis piernas que dieran media vuelta y salieran corriendo de allí, estas se negaban a obedecer. Y aquellos cuervos, graznando su terrible melodía, se abalanzaron sobre mí. Uno de ellos me arrancó el ojo izquierdo, y el otro, el derecho. Mas no pude proferir, no ya un grito, sino ni la más mínima y leve queja, pues incluso mi garganta había quedado completamente inerte, sin vida.

Respecto a lo que pasó después, no sabría explicarlo con exactitud. Me atreveré a relatarlo más mal que bien con las pobres palabras que vaya encontrando improvisadamente a mi paso, pues para describir los horrores del infierno, el lenguaje humano se muestra completamente ineficaz, y jamás podrá describir con exactitud lo que está viendo. Sólo sé que, sin ojos, sentí mi cuerpo desvanecerse, convertirse poco a poco en humo. Y, sin ojos, igual que veía la vieja, yo también vi desde mi nuevo estado como de uno de los cuervos se deshacía también en una negra niebla. Y la niebla en la que yo me había deshecho adquirió a su vez la forma de un cuervo, acaso la misma que acababa de “ver” desvanecerse. Y noté que, con mi nueva forma y mi nueva voz, que cantaba a los misterios de la noche, y mi nuevo oído, que era capaz de entender idiomas antes ininteligibles, una orden silenciosa, no pronunciada en ninguna lengua conocida por el ser humano, una lengua tan antigua como el propio mundo, me instaba a guarecerme en una de las cuencas oculares de la vieja. Esa iba a ser mi morada a partir de ese día. Ahí debía esperar, día tras día, quizá durante meses, o años, o incluso siglos, quién sabe, a que algún otro ingenuo cayese en la temible trampa en la que yo también había caído, y liberase mi alma al sustituir mi puesto en tal infernal morada, como yo había sustituido el alma de quién sabe qué otro desgraciado. De hecho, ni sé el tiempo que ha pasado ya desde aquel fatídico día, pues aquí, en este mi nuevo y repugnante hogar, el tiempo, tal cual lo contaba cuando aún poseía mi humana forma, ya carece de todo sentido. No sé cuánto ha pasado, ni sé cuánto habrá de pasar hasta que mi alma sea liberada. Quizá la espantosa respuesta a tal pregunta no quisiera yo jamás escucharla. Quizá la respuesta sea: nunca más.

jueves, 2 de junio de 2016

CRISTAL Y HUMO



Érase una vez un mundo en el que todo era hierro y cemento. Incluso los habitantes de este mundo eran de hierro y cemento, con mentes metálicas que albergaban pensamientos de hierro, y corazones petrificados que cobijaban sentimientos de cemento.




Un día, una madre dio a luz a un niño diferente, deforme. A diferencia del resto, nació con un corazón de cristal que tan sólo podía albergar sentimientos hechos de humo. Y su madre pensó que este niño, a causa de su deformidad, estaba destinado a no durar, pues estando su corazón hecho de materiales tan frágiles, tan etéreos, no tardaría en quebrarse en mil pedazos, así que se entristeció y lloró un mar de lágrimas, y sucedió entonces que este mar que brotó sin cesar de sus ferreos ojos oxidó toda su piel y todas sus articulaciones, por lo que nunca más pudo volver a moverse. En cuanto al niño, siendo tan sólo un bebe recién nacido, no supo hacer otra cosa que acurrucarse en el frío regazo de su inmóvil madre, y esperar, y esperar, y esperar, con la esperanza de que el leve ruido que hacía su corazoncito de cristal al recoger y expulsar el humo de sus infantiles ilusiones despertase algún día a su madre de su rojo letargo…




Desde ese día, en ese mundo hecho de hierro y cemento siempre se dijo que la esperanza estaba hecha de cristal y humo.