Les
voy a contar la historia
del
espejo que estaba triste.
La
razón de ser de su tristeza
era
que, a pesar de que
todo
el mundo lo miraba,
nadie
lo veía.
Se
sentía ignorado,
marginado,
invisible.
Así
que el pobre espejito,
no
aguantando más su tristeza,
un
día rompió a llorar.
Y
sucedió entonces
que
todo el mundo
que
se miró en él,
pudo
contemplar su propio rostro
bañado
de lágrimas.
No
importaba
que
la persona que miraba
estuviese
feliz y radiante.
Las
lágrimas aparecían
siempre
e inevitablemente
en
su reflejo en el espejo,
resbalando
por su propia mejilla
que
el observante reconocía como tal,
aunque
no pudiera reconocerla como tal.
Así
que la gente,
inquieta
ante tal acto de brujería,
decidió
romper el espejo.
Y
así lo hicieron.
Lo
rompieron en mil pedazos,
y
estos los arrojaron al fuego.
Y
cada uno de los pequeños pedazos,
mientras
se derretían al calor de las llamas,
tuvo
un último pensamiento,
que
no fue otro que era demasiado triste
el
pensar que tan sólo desahogando
su
tristeza consiguió que lo miraran a él,
aunque
con ello se ganara su propia muerte.
Una parábola reflexiva en su amplitud...
ResponderEliminarBello tu sentir Alfredo, querido amigo.
Besos, siempre...
Así nos pasa a muchos de nosotros: se ven nuestros escritos, se leen nuestras palabras, pero no se atisba el corazón que late detrás de ellas.
EliminarNos sucede a muchos, Alfredo, el reflejo no refleja, nos oculta. Un abrazo, compañero.
ResponderEliminar¿Verdad? A veces puede ser ventaja, pero a veces se torna en inconveniente.
EliminarAbrazos.