Cuando
el invitado llegó a la cena de Navidad, no esperaba en absoluto el
menú que le pondrían delante: ensalada de alambre de espino de
entrante, tachas aliñadas de primer plato, estofado de cristales
rotos de segundo, y flan espolvoreado con estricnina de postre. Como
era lógico, de primera entrada pensó que se trataba de alguna
broma, de alguna ocurrencia gastronómica, y que el hilo de alambre
estaría hecho con queso enrollado y pintado, los cristales rotos
serían de azúcar, que las tachas serían de bizcocho, y que la
estricnina sería azúcar glasé, y que todo lo demás sería por el
estilo. Vamos, una broma en toda regla. Por eso, al igual que el
resto de invitados y comensales, al llegar se sentó en el lugar
donde estaba la tarjeta con su nombre sin plantearse ninguna otra
opción, puesto que hubiera sido absurdo rechazar una invitación que
venía de unos cocineros de tanto renombre, aún cuando la carta
fuese tan extraña.
Todas
las sillas estuvieron al fin ocupadas, y los anfitriones fueron
sirviendo los platos uno detrás de otro. El alambre de espino estaba
cortado en pedazos pequeñitos que se disimulaban bastante bien entre
la cobertura de lechuga y tomate, pero al tacto de los labios y la
lengua se evidenciaba demasiado duro para ser queso. Era imposible
morderlo, puesto que no se rompía. Más bien al contrario, algún
que otro molar sí que se rompió en el intento, así que los
comensales comenzaron a tragar los trozos enteros, ayudados por la
textura oleosa del aliño. A nadie gustó la sensación de tragar
aquellos trozos de metal, pero nadie dijo nada porque era
completamente absurdo que a alguno de ellos, personas de mundo de
exquisitos gustos, no gustara una delicatessen de la nouvelle
cuisine. Así que todos tragaron sin decir nada, bajando como podían
con agua o vino los pedazos de alambre de espino para que no quedaran
atrancados en la tráquea.
Con
las tachas aliñadas pasó exactamente lo mismo: cada uno las fue
tragando de una en una, sin quejarse, con una sonrisa estupefacta en
la boca. ¿Cómo podían no gustarles? Era absurdo pensar que
cualquiera de ellos se hubiera quejado por comer alambre de espino o
tachas. Ya algunos comenzaban a sangrar por las comisuras de los
labios, pero alguien comentó que el sabor del plato mezclado con el
de la propia sangre hacía la experiencia más deliciosa, todos
asintieron, y nadie se quejó: hubiera sido absurdo quejarse. Si a
todos debía gustar por fuerza las delicatessen de la nouvelle
cuisine, ¿quién hubiera sido capaz de llevar la contraria, y decir
“no, a mí esto no me gusta”. La idea de que alguno de los
comensales protestara era absurda, así que todos siguieron comiendo
hasta rebañar los platos.
Cuando
llegó el estofado de cristales, al primer mordisco quedó claro que
aquellos no estaban hechos de azúcar, pues el modo en el que se
clavaban en las encías y en el paladar no dejaba lugar a ninguna
duda: eran cristales de verdad. Pero una vez que se daba el primer
mordisco, todos se miraban unos a otros, y como nadie se quejaba, y
todos asentían sonriendo de manera absurda, daban por hecho que era
absurdo opinar que aquello no era un plato comestible, así que
seguían masticando y tragando.
Muchos
ya comenzaban a sangrar copiosamente por la boca. Algunos ya
comenzaban a desplomarse sin vida sobre la mesa y los platos. Pero
nadie dejó de comer: hubiera sido absurdo dejar de hacerlo ante unas
delicatessen tan exquisitas de la nouvelle cuisine. Ninguno de ellos
quería ser el bicho raro de opinión discordante que no estuviera de
acuerdo con la mayoría.
Para
el postre ya sólo quedaban dos comensales vivos, sentados uno frente
al otro, sudando copiosamente y con la expresión de dolor y
sufrimientos estoicamente disimuladas en sus rostros, dispuestos a
seguir hasta el absurdo final, porque hubiera sido absurdo parar de
comer. Para cuando el primero dio el primer bocado al flan
espolvoreado de estricnina, balbuceó entre espumarajos de sangre y
vómito: “¡Qué delicia de bocado, que no corta los labios, ni la
lengua, ni la garganta!”. Y cayó muerto, fulminado.
El
último comensal se levantó con mucho esfuerzo, apoyando las manos
en la mesa entre estertores y espasmos, la cabeza desplomada sobre el
pecho, y lo último que dijo entre jadeos cuando ya no quedaba nadie
para escucharlo fue: “pues yo creo que no me apetece postre”. Y
cayó de espaldas al suelo, muerto sobre el charco de la sangre que
manaba de sus entrañas a través de cada uno de los poros de su
piel.
Y
menos mal que nadie le escuchó decir tal cosa, porque hubiera sido
completamente absurdo que alguien hubiera rechazado un postre tan
delicioso.
MORALEJA: Y es que, en esta vida, niños y niñas, también hay que saber decir que no, aunque ello no sea lo estipulado, lo que se espera de nosotros, lo "políticamente correcto".
Decir que no es ,a veces , nacer o morir.
ResponderEliminar(Re)vivir o (des)pedir+se
Y es que no saber decir no es estar condenado a la voluntad del tumulto, el cual...rara vez se pone de a-cuerdo
Mi abrazo de luz ✴ y gratitud.
Muchas gracias también por tus huellas en Isla y tus palabras
Athe.
La masa aborregada que a veces seguimos tan sólo porque estamos cansados de nadar contracorriente...
EliminarFuerte abrazo, Athe.
Sangrientamente bueno. Y totalmente de acuerdo, hay que aprender a decir no, por muy suculenta que parezca una oportunidad, cualquiera.
ResponderEliminarUn beso de anís y vidrios molidos.
Me alegro de que te guste, Sara. Me tomaré el anís en infusión y lo endulzaré con los vídrios molidos.
EliminarGore de narices
ResponderEliminareso si la moraleja muy buena
Buscando provocar...
EliminarGracias por pasarte por aquí, por leer y comentar.
Un saludo.
También podría decirse que la gilipollez humana no tiene límites.
ResponderEliminarMuy bueno.
Saludos.
¡EEEEEESAAAAA MISMA ES LA REFLEXIÓN QUE INTENTABA PROVOCAR!
EliminarMuchas gracias, señor, encantado de tenerte por aquí.
Saludos.
hay que aprender a decir no, todo se basa en la obediencia ciega y eso no es cierto, no hay que educar borreguitos.
ResponderEliminarUn saludo.
Exacto, maestro.
EliminarComensales de postin. Una cena muy reflexiva y a la vez, permíteme decirlo...borreguil, suele pasar que siempre hay un borrego que tira a los demás y todos van detrás con su beeee sin saber decir NO.
ResponderEliminarTípico de cierta clase de sociedad.
Besos, Alfredo.
Yayone.
P:D:
Quizás lié un poco, espero que pilles concepto.
No te preocupes, amiga, queda entendido.
EliminarBesos, Yayone.
Sería absurdo leerlo y no comentarlo. Brutalmente gracioso. Muy bien expresado el miedo a llevar la contraria a la mayoría, realmente bueno! Un abrazo!
ResponderEliminarMuchísimas gracias, compañero. Otro abrazo.
EliminarJajajajaja, qué genial, Alfredo! Y es así talmente, lo has retratado con un ingenio y una gracia sorprendete. Qué sorpresa de post ;)
ResponderEliminarBesos
Me alegro muchísimo de que te guste. Y ya sabes, nunca te fíes de un menú así, por mucho que el cocinero sea un gran chef de renombre mundial... Jejejejeje! ;)
EliminarBesos.
Aplaudo tus letras y tan maravillosa moraleja que supura entre cada una de ellas.
ResponderEliminarA veces decir no, es un verdadero reto contracorriente, pero no decirlo, es condenarte a tu propia prisión y desvanecimiento de tu verdadero yo… “esta sociedad ya se encargar de anular diariamente nuestra verdadera esencia, creando una serie de rebaños, con fines naturalmente, en aras de su propio beneficio”
Un placer leerte, un menú altamente demoledor y significativo…
Bsoss!
Me alegro muchísimo de que te haya gustado, amiga Ginebra.
EliminarY muy de acuerdo con tu comentario: formar parte del rebaño nunca debe ser una opción. Por eso mismo estamos aquí, escribiendo, leyendo, debatiendo, pensando...
Besos.
Genial!!!
ResponderEliminarPara filmar un corto buenísimo.
Es como si los hubiera visto.
Saludos.
Pues no te creas que yo también no los veía mientras los escribía, así, tal cual si fuera un corto...
EliminarMe alegro de que te guste, amigo Toro.
Saludos.
Tus protagonistas comieron en silencio y tragaron lo intragable por educación jjj. Hay mucho necio suelto y como dice tu moraleja hay que saber decir no ante ciertas cosas aunque sea delante del mismo rey .
ResponderEliminarUn relato gracioso e interesante por la moraleja.
Saludos Alfredo.
Puri
Se me acaba de ocurrir, de repente (la verdad es que sinceramente no lo había pensado mientras lo escribía) que la moraleja podía ser la misma que la de "El traje nuevo del emperador", de H. C. Andersen: por quedar bien y cumplir con el protocolo socialmente establecido, nadie se atreve a llevar la contraria, aunque su comportamiento ralle en la estupidez incluso suicida... Quién sabe, quizá algún día reescriba este cuento y, como en el de Andersen, introduzca el personaje de un niño que es el único que tiene algo de sensatez y de cordura para rechazar la comida.
EliminarSaludos, Puri.