Puse
mi verso en el arco, apunté hacia el cielo, tensé la cuerda, y lo
solté.
Era mi
intención tomar el cielo por asalto, y por la fuerza de mis armas
conquistar el etéreo territorio.
No
tenía nada claro quién sería mi enemigo, contra quién habría de
medir mis fuerzas, cuales serían las defensas de su castillo, pero
eso no me arredraba.
Estaba
decidido a llevar mi empresa hasta el final, o a morir en el intento.
Así
que esperé y esperé una respuesta oficial, una declaración de
guerra.
Imaginé
a un alado heraldo con estruendosa trompeta y flamígera espada que
bajaba desde las alturas a reprenderme por mi ataque, o incluso a
desafiarme a singular combate.
Imaginé
igualmente que, tras él, un ejército de querubines cargando
furiosos embestía contra mi solitaria figura, vociferando al unísono
sus consignas de batalla.
Imaginé
e imaginé y no dejé de imaginar.
Y
mientras tanto, continué esperando, mirando hacia el cielo con
extrañeza.
Pero
esta respuesta nunca llegó.
No
llegó una declaración de guerra.
No
llegó ningún enfadado ángel a tirarme de las orejas por
maleducado.
No
llegó ningún mensaje de whatsapp diciéndome “lo siento, ahora
estamos todos ocupados, después hablamos”.
No
llegó ni siquiera un triste escupitajo de lluvia.
No
llegó nada, simplemente nada.
Y allí
me quedé yo, mirando hacia el cielo con cara de lelo.
Yo,
que siempre había soñado con una muerte gloriosa, en batalla, mi
ingenio por escudo, mis letras afiladas siempre dispuestas al ataque,
me veía así ignorado por mi enemigo, lo cual es el peor insulto,
cual si fuera un insecto que desafía a un elefante.
Así
que, agraviado por tamaña indiferencia, decidí que me quitaría la
vida.
Pero,
¿cómo lo haría?
¿Acaso
saltar sobre una ardiente pira, y dejar que el fuego consuma mi
carne?
Esa
idea no me disgustó, pero, ¿dónde llevaría a cabo tal inmolación?
Una
luz brilló dentro de mi cráneo (creo que si hubieseis atisbado a
través de mi oído, la hubierais visto brillar): igual que aquel
héroe de antaño, que, viendo cercana su muerte, lanzó una flecha
al cielo, y le dijo a su amada que le enterrase donde aquella cayese,
buscaría a ver dónde había caído el verso que, en inútil
desafío, había lanzado al cielo, y ese mismo sitio, escogido por el
cruel azar, sería el lugar para mis funerarios ritos.
Y así
comenzó mi búsqueda.
Recorrí
caminos de letras, caminé senderos de palabras, atravesé valles de
frases, escalé montañas de textos, casi me ahogo en pantanos de
tinta, siempre adelante, siempre sin parar, siempre en mi afán de
encontrar dónde pudiese haber caído el verso que poco tiempo atrás
al cielo disparé.
Y,
durante esta mi peregrinación, no pude evitar el asombro de ir
encontrando, a la par que caminaba, tan ingente multitud de versos
que parecía infinita, clavados todos ellos en el suelo, apareciendo
a mis pies, bajo mis pasos, versos que, como el mío, algún
misterioso y anónimo poeta también disparó al cielo quién sabe
hace cuanto tiempo.
Así
que debía suponer que el mío debía estar en alguna parte perdido,
mezclado entre todos ellos.
Yo,
que siempre me había creído tan especial, tan tocado de la gracia
divina, tan llamado a llevar a cabo valerosas gestas que perduraran
en la memoria colectiva con el transcurrir de los siglos, ahora me
percataba de que mi banal intento tan sólo había sido uno más
entre otros cientos, si no miles, de similares frustrados intentos.
Miles
de poetas, en nada diferentes a mí, también habían puesto sus
versos en sus arcos, y los habían lanzado al cielo, intentando, como
yo pobres ingenuos, tomarlo por asalto.
Y
todos esos versos, todos, sin excepción, habían ido cayendo aquí,
en el desierto del olvido, amontonándose unos junto a otros, unos
sobre otros.
Buscando
un lugar donde poner fin a mi vida y terminar mis días de manera
gloriosa, encontré este espantoso cementerio de inspiraciones y de
musas.
Y eso
me produjo una tristeza infinita.
Y
comencé a llorar.
Y mis
lágrimas anegaron la tierra, regando las raíces de los versos que
en ella estaban hundidas.
Y los
versos, antes inertes, al sentir la humedad de mi alma en cada
lágrima que los tocaba fueron cobrando vida.
Y
florecieron.
Y lo
que antes fuera un gris desierto, un triste cementerio, de repente se
tornó ante mis ojos en el más hermoso de los jardines del universo
entero.
Así
que pensé:
Ya no
me importa encontrar mi verso entre todos estos, porque ahora todos
son una unidad indivisible, un gigantesco poema, un poema descomunal,
tan grande como el grande y ancho mundo, al que cada uno de nosotros,
pobres poetas olvidados, ha aportado su propio y diminuto verso.
¿No
es este el idóneo lugar para inmolar mi carne al fuego y que mi alma
por fin alcance el postrero descanso?
Así
que, en medio de aquel inmenso jardín, mi cuerpo rocié con
hidromiel, y lo prendí con una chispa de ingenio.
Y
ardí, y las llamas se elevaron hacia el cielo, mucho más altas sin
duda de lo que jamás un solitario verso hubiera podido llegar jamás.
Y así,
convertido en humo y cenizas que cabalgaban con el viento, pude al
fin tomar el cielo por asalto.
Exhausto me dejaste pero valió la pena vive dios, aunque tus llamas me calentaron los pies, mientras estaba sentado en una nube, contemplando tan bello valle de poemas.
ResponderEliminarSaludos.
Pues si estabas en una nube igual el verso que al cielo disparé casi te rozó, y por te paraste a ver...
EliminarMuchas gracias por tus palabras.
Saludos.
Una preciosidad. Me has recordado un poco a Héctor defendiendo Troya y a Ícaro cayéndo con las alas ardiendo. Sin duda tomó el cielo, igual que tú con tu escritura, Alfredo :)
ResponderEliminarMuchísimas gracias, Holden, me alegro muchísimo de que te haya gustado. Nos leemos.
EliminarUn saludo.
kuşadası
ResponderEliminarmalatya
adana
ağrı
sancaktepe
CMA8
kuşadası
ResponderEliminarmalatya
adana
ağrı
sancaktepe
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