Creta es la ciudad
donde vivo, pero yo no vivo en Creta.
Jamás he visto sus
calles, jamás he paseado entre sus casas o por sus mercados.
No sé qué aspecto
tienen sus habitantes, aunque imagino que al fin y al cabo no serán
tan diferentes a mí.
No sé cuán azul es
su cielo, o cuán verdes son sus prados.
Esto se debe a que
vivo confinado en mi propia casa.
Mi casa está en la
ciudad de Creta, pero yo no vivo en Creta.
Vivo encerrado
dentro de mi casa.
Mi casa es de una
enormidad tal que jamás he llegado a recorrerla del todo, no sé
cuáles son sus confines.
Sus miles de
habitaciones, comunicadas por la intrincada red de miles de pasillos,
tienen un aspecto gigantesco y amenazador que me amedrenta de tal
manera que ya he desistido hace mucho tiempo de encontrar la salida.
Cada cierto tiempo,
se cuelan en mi casa unas horribles criaturas que, aunque su cuerpo
es poco más o menos igual al mío, su rostro es una máscara deforme
que me espanta, y no entiendo qué clase de dios o demonio puede
haber puesto sobre la tierra semejantes criaturas para atemorizarme.
Al principio yo huía de ellos, pero con el tiempo y la necesidad
provocada por el hambre aprendí a darles caza para sobrevivir. Me
horroriza tener que verme degradado a tan indigno papel en este
absurdo drama, yo, el único minotauro que conozco, una criatura
noble pero solitaria atrapada en un mundo que es mi enemigo, rodeado
por todas partes por extrañas criaturas que son mis enemigas.
Sí, mis enemigas…
Entre los muchos
poderes que tengo, entre la increíble fuerza de mis músculos, que
no me sirven para derribar estas paredes que son los barrotes de esta
inmensa celda, y mi soberbia inteligencia sobrenatural, que tampoco
me ayuda a desvelar sus misterios, está también el poder de la
clarividencia de mi propia muerte.
Sé, porque lo he
visto en mis sueños, que una de esas criaturas de pesadilla, armada
tan sólo con un hilo (sorprendente prodigio es éste) aprenderá a
desentramar los secretos de ésta, mi cárcel, de ésta, mi casa, y
que a su vez abrirá paso a otra de esas criaturas que con su temible
aguijón de acero se abrirá paso a través de mi pecho hasta mi
corazón.
Sí, lo he visto,
pero después de tantos y tantos siglos, quizá milenios (he perdido
la cuenta), ya no temo a la muerte. Al contrario, la muerte se ha
convertido para mí en la única esperanza de salir de aquí, de este
palacio infernal que parece que no para de menguar, y esta criatura
que me la ofrece en el filo de su aguijón (me parece haber soñado
que respondía al nombre de Teseo) se ha convertido, ironías de la
vida, en mi libertador, en la más anhelada criatura de cuántas
podrían visitarme en mi cautiverio.
Ya no me importa su
aspecto amenazador, ya no me incomoda su horripilante fealdad, ni la
bajeza de su espíritu ni su degradación moral. Tan sólo me importa
que, cuando lo encuentre frente a frente, la muerte generosa me
ofrecerá, y yo podré escapar, podré escapar, y reunirme con los
míos, a los que nunca he visto, más allá de estos inquietantes
muros, y ser feliz al otro lado del umbral de esta casa, donde quiera
que esté, y dejar de matar para sobrevivir, y simplemente vivir de
una vez por todas…
… En paz.
Que buen relato desde la versión del minotauro, enhorabuena, Alfredo. Siempre me gustó su historia, es una de las más bonitas de la mitología griega, pero nunca me había parado a pensar desde el otro lado. A veces la avaricia y el egoísmo de los dioses hacen que criaturas inocentes sufran de esa manera, pero al fin y al cabo, ese es uno de los privilegios de ser dioses, ¿no?
ResponderEliminarMe alegro muchísimo de que te haya gustado, Ana. Y sí, ese es el privilegio de los dioses, y nosotros, creyéndonos dioses, nos hemos arrogado esos mismos privilegios, sin darnos cuenta de que, al mismo tiempo, todos somos el minotauro.
EliminarMe encanta la mitología y he disfrutado mucho con tu relato, ameno de principio a fin, enlazando un interrogante al otro... Y el final... Ese deseo de paz... La paz interna... La más difícil de lograr.
ResponderEliminarMil besitos y felicidades.
Me alegra muchísimo que te haya gustado, amiga mía.
EliminarBesitos, y buen día.
¡Bravo! Has sabido darle una vuelta de tuerca al mito y descubrirnos que lo que nosotros llamamos bestias pueden albergar más humanidad que nosotros mismos, empeñados muchas veces en no querer la paz.
ResponderEliminarSaludos Calados.
Muchísimas gracias por leer y por comentar. Y muy cierto: el ser humano se cree la guinda del pastel, cuando apenas ha sabido bajar del árbol moralmente hablando. Y quizá si no hubiésemos bajado nunca de él mejor nos iría. O por lo menos al planeta y a las otras especies, tanto a las que hemos extinguido como a las que estamos continuamente maltratando.
EliminarSaludos.